martes, 29 de abril de 2014

Con el tiempo aprendi…


Que las personas pasan, los trabajos pasan, las relaciones pasan, los momentos pasan y que los cambios están buenos. Todo cambia, todo cambió, y sigo acá. Nada de todo eso fue para tanto y también las tormentas pasan. Que no está mal tener un momento de tristeza cada tanto pero nada se gana quedándose así más tiempo del necesario. Que a los problemas hay que darles la importancia que se merece, ni más ni menos. Que todo cambio enseña, toda crisis fortalece, y nadie murió por un cambio en su vida, por más rotundo que sea.

A ver a los cambios como un trampolín. La primera vez que salté me costó muchísimo, el vértigo y ese miedo a lo desconocido casi me ganan, pero salté. La segunda vez me costó pero no tanto y con el tiempo va costando cada vez menos, aunque casi con la misma adrenalina. Descubrí que la pileta siempre está llena, que salté tantas veces y sigo acá pero con un miedo menos. “Lo que no te mata te fortalece” tiene tanto de cliché como de cierto.

A abrir cada vez más el pecho, quizás porque con el tiempo uno va ejercitando la guardia y afinando los sentidos o simplemente va aprendiendo a sanar.

A soltar. Soltar momentos, personas y objetos. Aprendí que todo cumple su ciclo, que todo termina pero también algo vuelve a nacer.

A querer más en menos tiempo, a extrañar menos y aprovechar más ese momento del encuentro y el contacto REAL. A optimizar el tiempo dándole el valor que realmente se merece sin distraerme con espejitos de colores, porque lo peor que me puede pasar es lamentarme de no haber aprovechado más ese ratito con esa persona que ahora quiero tener cerca. A disfrutar de momentos que parecen tan comunes y no esperar a no tenerlos para valorarlos. Con el tiempo me apego cada vez menos a lo físico pero no me pierdo la oportunidad de compartir un buen abrazo.

Que pensar en uno mismo, a veces, no es ser egoísta, es ocuparse de su propia felicidad. Y que cada uno es responsable de su propia felicidad. A ser feliz con poco, a apreciar esas pequeñas cosas que te pueden cambiar el día y que si estás atento a las señales te das cuenta de que están por todos lados.

Que cada palabra tiene un valor y un peso propio, a no malgastarlas y a aprovecharlas en los momentos indicados. A no vulgarizar palabras importantes.

Que aconsejar no es pasar nuestros miedos sino compartir experiencias y que por más consejos que nos den cada experiencia es única y personal. Que la edad no es proporcional a la madurez y mucha experiencia no te asegura que no seas un tonto.







Con el tiempo aprendí a utilizar el “qué pasaría si” como combustible para intentar. Que prefiero intentar, aunque a veces no lo logre, que quedarme con el “qué hubiera pasado si”. Que si algo no funciona, o ya no me hace feliz continuarlo, pero lo intenté y di lo mejor de mí no es un fracaso. Que fracasar es hacer algo que no me hace feliz.

Que cuando creía que ya había entendido algo todavía me faltaba muchísimo por aprender. Que nunca dejamos de aprender pero sólo si estamos abiertos a eso. Y que las personas que más nos pueden enfurecer son nuestros mejores maestros.

Que pedir perdón me hace muy bien a mí, más allá de que me perdonen o no. Entendí la frase que dice que perdonar es perdonarse a uno mismo y que realmente se entiende una frase cuando uno la siente y es más fácil sentirlo cuando uno lo practica.

Que decir “no sé” puede generar una charla más rica que fingiendo saber. Que pedir ayuda, cuando realmente se la necesita, no significa no ser independiente. Que recibir también es una forma de dar a la otra persona la oportunidad de ayudar. Y que decir “no puedo” no lo puede hacer cualquiera.

Que la amabilidad, el respeto y una sonrisa sincera puede abrir más puertas y generar más sonrisas de las que uno se imagina.

Que las distancias son relativas y que cada vez se me acortan más. Que los kilómetros, las lunas llenas y hasta los libros pasan cada vez más rápido pero también aprendí a estar más atento a los paisajes del camino.

A escuchar a esa necesidad de salir de la comodidad y descubrí que ahí afuera es donde las cosas pasan de verdad. Entendí que viajando es donde más cómodo me siento y donde me siento en mi estado óptimo.


Con el tiempo aprendí que las personas pasan, los trabajos pasan, las relaciones pasan, los MOMENTOS pasan y que los cambios están buenos… pero también algunos se quedan un ratito más y hay que disfrutarlos y aprovecharlos al máximo mientras estén.

Muchas de estas cosas todavía las estoy aprendiendo y me quedan muchísimas más por aprender.





jueves, 24 de abril de 2014

Viajar para encontrarse a uno mismo, una estupidez.



El siguiente es un cuento de Alejandro Dolina. Lo tomo prestado para contarles por qué viajo y porque me gusta y quiero compartirlo:


Refutación de los viajes

Las consecuencias del progreso de los medios de locomoción tal vez van más allá de lo que uno se imagina. Es que la existencia de aparatos tan formidables como el aeroplano debe producir transformaciones, no sólo en los usos sociales y económicos, sino también en nuestras almas.

En la época de los grandes viajes, un hombre occidental que alcanzaba a llegar a Pekín se ganaba el asombro general. Ir hasta el Congo y regresar vivo era hazaña que alcanzaba a justificar la existencia toda.

No hace falta decir que, en nuestros días, cualquier imbécil puede llegar a Pekín, al Congo o a ambos lugares, en muy pocas horas, sin despeinarse y sin despertar el asombro de nadie.

Se comprende, entonces, que lo verdaderamente admirable de una excursión gloriosa no reside en situarse en un punto más o menos lejano, sino más bien en hacerse cargo de las penurias del trayecto. El siglo XX ha eliminado casi todos los riesgos propios de los caminos. Ya no hay bandoleros en las encrucijadas, ni ríos correntosos que vadear, ni alimañas ponzoñosas, ni fiebres tropicales. El avión vuela por sobre todas estas calamidades y resta a sus usuarios hasta la menor perspectiva de gloria.

Cuando se habla de viajes, los miembros de la Sociedad del Pensamiento Fácil sienten estallar en sus cerebros una batería de ocurrencias previsibles: las distancias se han acortado, las noticias se conocen con rapidez, las diferentes culturas se presionan mutuamente y otras módicas verdades de parecido efecto.

Pero hay más: la velocidad del traslado y la eliminación de peligros y sobresaltos ha generado en las muchedumbres una especie de santa impaciencia, conforme a la cual todo el mundo se cree con derecho a alcanzar las metas que se propone, de manera inmediata y con el menor esfuerzo.

Así, cuando un pelafustán declara que estamos en la era del jet, no se limita a indicar la posiblidad de viajar a Madrid en 11 horas, sino que trata de sugerir la conveniencia de hacer las cosas rápidamente y sin mancharse los pantalones.

Estos asuntos -que no parecen demasiado apasionante- fueron, sin embargo, el eje de una larga polémica. Ciertos espíritus obtusos de la calle Boyacá, alcanzaron a sentir -ya que no a razonar- que todo viaje es inútil, cuando no nefasto.

Así nace la Cooperativa Enemigos de los Viajes, entidad sedentaria y consevadora que postulaba la conveniencia de no moverse. El testimonio que queda de sus desvelos es relativamente escaso. Cabe suponer que se trataba de gente perezosa. Igualmente, fueron capacer de preparar un interesante proyecto sobre prohibición de mudanzas.

Allí se sostiene que toda mudanza es triste e indeseable y que causa dos daños al mismo tiempo: uno en el antiguo barrio, donde se padecerán los dolores de la ausencia; otro, en el barrio nuevo, donde se soportarán las violencias de recibir extraños. Este trabajo no fue presentado a las autoridades, tal vez por no costearse hasta el centro.

Con signo abolutamente opuesto, en Caballito funcionaba la Sociedad de Viajeros Perdidos. El éxito de este grupo perdura hasta nuestros días. En sus oficinas (cuando había alguien) se recitaban a voz en cuello las ventajas infinitas de viajar a cualquier parte.

Según los viajeros perdidos, recorrer el mundo es la única forma de alcanzar la cultura y aun la sabiduría. La afirmación no parece muy consistente: la calle está llena de sujetos que han recorrido los cinco continentes, permaneciendo en la más inmaculada ignorancia. De cualquier modo, los kilómetros transitados y los países conocidos otorgaban rango y jerarquía en este círculo. "Se lo digo yo, que he visitado Albania" era un argumento prácticamente irrefutable, aun cuando se estuviera discutiendo sobre la formación del equipo de San Lorenzo.

Sintiendo las ráfagas de estos vientos contrarios caminaban -perplejos- los Hombres Sensibles de Flores. Ellos nunca habían sido grandes viajeros. Pero les gustaba presentir que el mundo estaba lleno de lugares extraños e inaccesibles, donde ocurrían cosas prodigiosas. Algunas veces, los Narradores de Historias contaban las aventuras de peregrinos que habían llegado hasta el Tigre o incluso hasta La Reja, para descubrir paisajes exóticos y constumbres sorprendentes.

Tal vez estos relatos impulsaron a algunos de los muchachos del Ángel Gris a emprender menesterosas exploraciones. De ellas queda fantástica memoria del libro de Jorge Allen "20.000 kilómetros alrededor de Villa Bosch" y -especialmente- en el "Cuaderno de Viajes" de Manuel Mandeb.

La primera de estas obras es ficción pura. Se trata de un poema en el que aparecen figuras de la mitología griega saltando de los tranvías en la estación Tropezón. La intención de Allen -según parece- fue escribir una especie de odisea suburbana. No lo consiguió. Sus alegorías resultan demasiado groseras: Ulises Lo Menso se llama el protagonista. Su mujer, que lo espera en Lugano, Penélope C. de Lo Menso. Existe un tuerto gigantesco (el cíclope) y una bruja hermosa que tira cartas.

Mucho más interesante es el cuaderno de Mandeb. Cada capítulo es un viaje real, consignado con toda precisión. Hay que recorrer -eso sí- que no son excursiones demasiado sorprendentes.
La primera, "Caminando hasta Luján", es un fracaso. El protagonista confiesa que abandonó el intento en Rivadavia e Irigoyen, no mucho más allá de Villa Luro, víctima del cansancio.

"Villa Rizzo, el pueblo perdido" nos da noticias de la existencia de un barrio secreto, oculto entre una cancha de golf y los talleres Alianza. Mandeb prentende que las calles son allí de carbonilla, las veredas altas y las casas de estilo ferroviario.

"Peridos en Parque Chas" es la crónica de una frustrada noche de garufa. Mandeb y sus amigos fueron invitados a un baile en la calle Bucarest. Desedeñando las advertencias de los hombres sabios, se internaron en el barrio sin salida. Y se sabe lo que ocurre en Parque Chas: uno se pierde irremediablemente. Vale la pena transcribir unas líneas:

"A eso de las doce, llegamos a la misma cigarrería. Ya era la quinta vez. Como en otras ocasiones, interrogamos al viejo que atendía. Sus indicaciones fueron nuevamente distintas. Loco de furor, salté sobre el mostrador y comencé a estrangularlo.
-Viejo mentiroso...¿Cuál es la calle Bucarest? ¿Cómo se sale de este infierno?- El anciano terminó por confesar que no lo sabía. Muy compungido, admitió que el mismo había desembocado en Parque Chas en 1939. No habiendo podido salir de allí, se resignó a instalar un quiosco, gracias al cual sobrevivía, aunque abrigaba el secreto anhelo de volver a Villa Crespo, barrio del que nunca debió salir."
Este capítulo finaliza con la providencial intevención de un taximetrero, quien si bien no acertó a llevarlos a la calle Bucarest, por lo menos sacó -después de varias horas- a la Avenida de los Incas.

Hay setenta relatos. Merecen recordarse "Los misterios de la Plaza Irlanda", "Río Reconquista: hasta el nombre te han cambiado", "Cómo eludir a los duendes extranjeros de El Palomar" y "Registro de las tribus de José C. Paz", entre muchos otros. Sobre el final de la obra, Mandeb se permite algunas opiniones generales sobre el tema.

Afirma el pensador que el propósito fundamental de todo viaje es el regreso. "La grandes distancias me enseñaron a ver mejor la esquina de mi casa. También, aprendí el valor de la ausencia: cualquier lugar es mejor, apenas uno se va".

La tradición oral de Flores registra otros viajes memorables: las excursiones de Luciano, el canilita que volaba; los cuentos del viejo Mariotti, el maquinista del ferrocarri; la inconcebible gira del doctor Schultz, que -según dicen- se fue a Europa.

El análisis de todos estos testimonios, nos permite advertir que los Hombres Sensibles de Flores habían captado el sentido del viaje corto. Y este es un acierto que no muchas personas han sabido aplaudir. Desechada la idea de enfrentar dificultades extremas (pantanos, montañas, antropófagos), tanto puede uno encontrar aventuras en Leipzig como en Lanús.

Sin embargo, el trabajo de la Sociedad de los Viajeros Perdidos ha dado sus lamentables frutos. Casi todo el mundo piensa hoy que viajar le da sentido a la vida. Muchas personas se corren hsta Italia, obtienen allí centenares de fotografías y vuelven luego enriquecidos, aunque más no sea, con un nuevo tema de conversación.

Esto es aburrido, pero no perverso. Mucho peores son aquellos que dicen viajar para encontrarse a sí mismos. ¿En qué consiste este viaje? No se sabe bien. Quizás un lechuguino gasta sus ahorros en un pasaje a Calcuta. Una vez en esa ciudad, empieza a buscarse minuciosamente. Pregunto: ¿y si no está? Debe ser francamente desalentador recorrer una distancia tan grande para vivir un desencuentro.

Por lo demás, bien se dice que uno no encontrará en sitio alguno nada que no haya llevado consigo. Para comprender que uno es un tonto, no es necesario trasladarse a Katmandú.

Veamos un último fragmento de Mandeb.
"Todo viajero es la mitad de sí mismo. No hay lugar en los aviones para llevar las cosas que lo completan. Esquinas, gestos, personas, vientos, olores, tapiales, saludos, colores y miradas no caben en las valijas.
Se me dice que algunos hombres no conocen la querencia. Son personas incomprensibles, que se reputan ciudadanos del mundo. Yo prefiero ser criollo."

Quien escribe coincide -por una vez- con el mentor de Flores. No está mal contemplar las catedrales góticas, los canales de Venecia o la gran muralla. Sí está mal creer que esas contemplaciones darán sentido a nuestra vida. Para encontrars a uno mismo no es necesario caminar mucho. Se lo digo yo, que me he rastreado por todas partes y me encontré en el patio de mi casa, cuando ya era demasiado tarde.


Alejandro Dolina. 
Libro: Crónicas del Ángel Gris.




¿Por que viajo? Simplemente porque me gusta viajar. Todo lo demás es consecuencia colateral.





miércoles, 9 de abril de 2014

El Diario de Viaje y el Espejo.

Lago Espejo, Neuquén.


Hay muchos disparadores en mis días que me dan ganas de escribir, la mayoría de las veces no lo hago y sólo armo la idea en mi cabeza, otras veces se da la oportunidad de charlarlo con algún amigo, o con la primer apersona con la que sienta ganas de hacerlo, y descargo así las ganas de compartirlo, ya que esa es la razón por la que me gusta escribir estos pensamientos, para compartirlos. Quizás haya alguien al que le sirva, que tal vez pasó o está pasando por algo similar y ver que eso también le pasa a otras personas, que no está tan solo, a veces tranquiliza (a mí me tranquiliza).
Me gusta un poco más hablar que escribir. Al hablar me puedo explayar más y el que me conoce sabe que hablo bastante. Siempre me voy por las ramas, hago paréntesis y paréntesis dentro de paréntesis, una cosa lleva a otra y es muy probable que la charla termine en cualquier lado, muy lejos de donde había comenzado. Escribiendo tengo que controlar mucho eso porque, obviamente, escribir es distinto que hablar. Si llego a escribir todo tal cual como va saliendo de mi cabeza sería un lío, poco claro y, sobre todo, poco interesante (de hecho este texto empezó con la idea de contar otra cosa a la cual ya no puedo volver).
Otra cosa que controlo mucho es no contar demasiado de mí en lo que escribo, no me gusta exponerme demasiado. Paso todo por ese filtro que pocos escritos resisten, de hecho nada de lo que escribo en mi diario de viaje aparecen tal cual en este blog.

Mi primer viaje largo (la primera vez que salí de Argentina, la primera vez que viajé en avión y la primera vez en tantas otras cosas) fue a India. Antes de irme me habían regalado un cuaderno para que escriba durante el viaje y fue lo mejor que me podían haber regalado en ese momento pero lo descubrí recién cuando lo inauguré. Al escribirlo sentía que lo estaba contando, que me estaba desahogando. De hecho las primeras líneas las escribí el primer día en India, en Delhi, luego de una situación muy estresante y al comenzar a escribir me largué a llorar.
Ese cuaderno lo releí una sola vez un tiempo después de haber vuelto, fue junto con un amigo y a medida que lo iba leyendo le iba contando, estuvo buenísimo porque había cosas que no recordaba y cada cosa que leía me recordaba otra cosa que había sucedido ese día y que ni siquiera la había escrito. De esa manera pude contarle muchísimas cosas más. Las cosas que pasan al principio del viaje se van superponiendo con otras y van quedando atrás pero son igual de importantes. Es como ver fotos pero mejor, para mi gusto, ya que ver álbumes de fotos me aburre.

No sé si me atrevería a agarrar otra vez ese diario. Seguramente me avergüence de varias cosas que escribí, algunas pocas quizás me gusten y ninguna me atrevería a compartir con cualquiera, por lo menos en crudo, tendría que pasarlas por el filtro. Muchas de esas cosas son muy personales, tanto que algunas sólo se las conté a ese cuaderno.


Mi actual diario de viaje lo compré en Rosario y me encanta. Ya le dedicaré un post en el cual contaré como llegó a mí.

Escribiendo me pasa lo mismo que cuando hablo, voy armando las cosas a medida que voy escribiendo.

El disparador que me llevó a escribir esto ya no viene al caso, me fui para cualquier lado…